Un sueño sobre Japón

A veces cuento que recuerdo, con bastante claridad, cuando llegamos con mi familia a Victoria Station, en la siempre vigente ciudad de Londres. Me acuerdo que nos sentamos a tomar un café y me sorprendió como una chica dejaba su computadora mientras se iba al baño. Esas cosas que a uno le llaman la atención porque no son de la misma manera donde uno vive. 

Recuerdo Londres y esos días que pasamos en una de mis ciudades favoritas en el mundo, esas que siempre había soñado con conocer. Tengo recuerdos muy puntuales, aunque pasaron ya casi diez años de esa primera vez. 

Y seguramente por muchos años recordaré también nuestra llegada a Japón. Nuestra primera mirada a la terminal de arribos de Haneda. Nuestro primer viaje en metro. Esa primera caminata hasta el hotel por las calles frente a Hamamatsucho. Ese primer encuentro con la cultura japonesa y esa belleza caótica que tiene Tokio. Esa primera conversación con alguien que, aunque hablaba poco inglés, intentó ayudarnos de todas las maneras posibles.

Japón es diferente a todo lo que conocíamos.

Este país es, por momentos, una simulación. Muchas veces es pararse en el medio de la calle y decir esto no puede ser real. Tengo en mente el monorriel pasando por donde estaba el hotel, en alguna callecita inmaculada de Minato-ku, y me parece un recuerdo inventado, como si lo hubiese prestado de alguna película animada. Pienso en la torre de Tokio iluminada desde nuestra habitación y estoy segura que lo soñé en algún momento de mi infancia, evocando alguna escena de un animé que me gustaba mucho. 

Japón es un país fascinante, de una forma que a veces es muy difícil de poner en palabras. Y conocerlo se sintió, y se sigue sintiendo, igual. Es todo eso que te dicen y más. Cuando te cuentan con emoción que nunca estuvieron en un lugar así, por favor, creeles a todos. No exageran. No hay un país igual. 

Y Tokio es otro caso aparte. Aunque muchos dicen que la verdadera belleza de Japón está en las afueras de la ciudad, Tokio me generó una fascinación casi infantil. Hay personas que aman el mar, otras las montañas, otras los lugares tranquilos. A mí me encantan las ciudades. Esas que te hacen levantar la cabeza todo el tiempo, esas que te llenan de sonidos, de experiencias, de cosas nuevas para probar. La monotonía de colores en el metro, siempre impecable, siempre abarrotado de gente, contrastando con las marquesinas, los ruidos, la familiaridad de toda su cultura y el ataque constante de algo para ver. La tranquilidad de las calles laterales que desembocan en avenidas donde un mar de gente toma un significado totalmente nuevo. Creés que nunca viste un mar de gente antes de caminar por Shinjuku un domingo de lluvia. Una ciudad famosa por los excesos, pero donde uno se encuentra redescubriéndola en esas callecitas de Omotesandō que parecen sacadas de otro lugar totalmente diferente. 

Hay una constante sorpresa por un día a día que parece orquestado perfectamente y que, de vez en cuando, es difícil de entender. Japón necesita un poco de paciencia. Por momentos hay que pararse al costado del camino y observar un poco, porque el día a día es realmente un escenario fuera de lo común y a veces hasta resulta un poco abrumador. Creo que es de esos lugares en los que uno podría pasar meses, quizás años, y recién empezar a comprender un poquito cómo funciona todo. Mirar qué pasa, tratar de entender, disfrutar de las cosas inesperadas que suceden en la vida cotidiana es una de las cosas más lindas que tiene este lugar. Sentarme en un café y observar fue, posiblemente, una de las cosas que más me gustaron de nuestros días en este país.

Japón se siente como un sueño, de esos en los que te despertás y tenés que pensar un rato que pasó, si fue real, un recuerdo, o simplemente algo que inventaste en tu imaginación. 

Denme unos tiempo para pellizcarme, acordarme que fue de verdad y empezar a escribir. 

Ojalá volvamos a vernos pronto.

どうもありがとう日本❤️。

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