En costas inglesas: escapada a Brighton

Brighton Pier - PH: Daniela Coccorullo
Brighton Pier - PH: Daniela Coccorullo

Brighton Pier. Brighton Beach. Brighton FC. Para mí eran todos términos familiares. Tenía la tarde libre ese día, por lo tanto decidí ir hasta la estación Victoria de Londres y conocer la ciudad de Brighton junto con todos esos pequeños lugares que en mi cabeza ya parecían conocidos. Me subí en un tren con una canción de Rod Stewart en la cabeza y unos de esos almuerzos preparados que venden en los supermercados por 3 libras. Era un día frío y estaba nublado pero no llovía, así que me consideré con suerte mientras veía como la capital inglesa iba quedando atrás.

Brighton es un lugar muy particular. Es raro salir de Londres, porque los lugares conservan ese aire inglés y antiguo, pero hay algo mucho menos glamoroso y familiar que te hace sentir, de alguna forma extraña, menos turista. No es un lugar para abusar de las atracciones, sino para disfrutar un poco más de esa tranquilidad de recorrer un lugar sin tener una excesiva e imposible cantidad de cosas para ver.

Cuando salí de la estación, no pude evitar buscar inmediatamente mi salida hacia la costa. Porque quería ver el muelle con mis propios ojos, aunque era invierno y sabía que iba a distar mucho de las fotografías llenas de gente que había visto. Con un saco y una bufanda enroscada alrededor del cuello, me encontré caminando por una playa inmensa, que en lugar de arena tiene piedras que hacen que caminar sea una tarea bastante más complicada. Pero ahí se ve el muelle, y la rueda, y esas costas tan pulcras como todo lo que involucra a la isla británica. Me senté un rato sobre las piedras, cerca de la orilla, en un mediodía frío pero con el sol a mi favor, a escuchar el agua y a ver a la poca gente que pasaba caminando por ahí, con esa tranquilidad que brinda la ciudad en esa época del año.

Entré al famoso paseo del Brighton Pier, lleno de juegos y gente, aunque con una cierta tranquilidad que indicaba que obviamente no era su época de esplendor. El acuario, las playas y los alrededores parecían demasiado tranquilos para una ciudad conocida por el turismo local que recibe.

Pasé por teatros y callecitas; vale la pena observar sus establecimientos porque tienen una mezcla de tradicional, pintoresco y pueblerino que resulta encantador. Perderse por las calles y encontrar recovecos, graffitis y edificios menos pulcros que los londinenses son cosas que disfruto, con esa tranquilidad de una ciudad en la que en invierno empieza a caer la noche antes de las seis de la tarde.

Y el tiempo en Inglaterra es así, loco, y cuando caminaba por una de esas calles sin nombres que pueda recordar, empezó a llover y tuve que sentarme en un café. Y realmente es difícil no sentarse ahí, con un libro y un tema de Beach House sonando de fondo, y no sentir un extraño sentido de pertenencia. Porque es casi hollywoodense, porque tiene esos aires de película de Hugh Grant que es inevitable no imaginarnos. A la lluvia siguió la nieve (saqué la cámara y filmé, porque los cambios del clima inglés seguían sorprendiéndome, incluso después de haber estado ahí ya por un buen tiempo) y me vi obligada a meterme en una librería. Las variedades y las estanterías infinitas me hicieron perderme por lo que pueden haber sido minutos, o quizás horas. Sólo salí porque tenía que volver (y porque solo tenía unas libras para comprar los dos libros que ya tenía bajo el brazo), pero era para quedarse una vida (sobre todo porque afuera cada vez hacía más frío, y en la costa se siente más que en la capital).

La estación está cerca, por lo que resulta accesible y un día basta para ver un poco de esa historia de una de las ciudades costeras más famosas de Inglaterra, aunque mucha gente me dijo que la noche y el centro tienen un movimiento interesante como para quedarse un poco más. Es un lugar con unas cuantas postales bonitas, que recomiendo visitar, sobre todo para aquellos que buscan un rincón para relajarse dentro de un país con tantos matices como es Inglaterra.

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